El Hombre Feliz

Luis Jiménez-Pajarero y Sánchez
(Arenas de San Pedro-Ávila)

Ramón Ibáñez Soto, profesor jubilado, tenía 72 años y fama, justa fama de muy buena persona. Padecía ciertos problemas de angina y corazón, pero aquella mañana notaba ser distinta, más que caminar parecía como si flotase. Tal era la desacostumbrada ligereza de sus piernas, siempre ahora, débiles, pesadas como viejas para su cometido.
     Su médico de cabecera insistía frecuentemente “Ramón fumas mucho, por eso te cansas en cuanto das diez pasos….”El le contestaba, “mira, querido Doctor, llevo 58 años fumando y la verdad es que no me ha hecho gran daño, el, tan perseguido, tan denostado, el tan único culpable de todos los males, con que actualmente la Ciencia lo veis….” Y con una cápsula para la mayor fluidez de la sangre, otra para la hipertensión y otra, sólo a veces, para el colesterol, llevaba muchos años, sin más problemas.
     Pero, realmente ¡Qué bien se sentía aquella mañana! Ligero, sin cansancio, sin cortos ahogos en su pecho. Vivía como en un sueño, de un lado para otro, más que andar volaba, y la angina estable no le dolía. ¡Oh, la Medicina, estaba triunfando! ¡Qué diferente se encontraba!
     A lo lejos percibió un grupo de gente, que le saludaba, no los conocía, bueno; a alguno sí recordaba. Y todos, todos le sonreían, con unos rostros, que aunque difusos, borrosos en cierto modo, exhalaban una grandiosa, inefable paz, sonriéndole amorosos más y más. Ramón, vagó largo rato sin medida del tiempo ni de las distancias; y a su paso, luces inmensas, casi cegadoras le acariciaban suavemente. Se fue internando por un idílico valle, en donde emocionado al traspasarlo, vio, unos paisajes nunca antes contemplados de los que surgían múltiples colores de increíble intensidad y fuerza; colores profundos y los más armoniosos que jamás contempló. No cabía más embeleso ni más exquisitez. Y él como un alado gigante, todo abarcándolo.
     ¿Sería un sueño? -pensaba Ramón- ¿o es que anoche alguien se empeñó en emborracharme? A mí que no bebo nunca, no sé. Después entró por una especie de túnel plateado, parecía de brillante aluminio y bajó, bajó con una inconcreta distancia y tiempo incalculable, saliendo a un lugar en donde la claridad se iba apagando-
     Había muchas cruces y lápidas de mármol y altos cipreses, circundándolo, como protegiéndolo todo. Ramón, se asustó un poco, al comprobar que había llegado a un Cementerio. Pese al tiempo indefinido, pero desde luego extenso en el que tantas y nuevas sensaciones conoció, no se hallaba cansado como antes. ¡Qué milagro! Él, que se fatigaba cada 100 metros, que le resultaba agotador incluso, el llegar a la panadería diariamente; y ahora, todo era fuerza, vitalidad y carencia de preocupaciones, sobre todo a la tan temida decrepitud.
     Así distraído y más calmado, pues siempre le impresionaba bastante los cementerios, penetró en el silencioso recinto con un sosiego creciente y una paz que le asombraban. De pronto se sintió como absorbido por una corriente de aire que le guiaba empujándole hasta una zona más baja.
     A la derecha de unos majestuosos panteones, en una recta de sepulturas, más sencillas, descubrió que la última, reciente todavía el cemento utilizado y con unas bonitas flores adornándola, tenía una inscripción reveladora. Decía ésta “A Ramón Ibáñez Soto - 12 de enero 2007 – los pocos pero buenos amigos que te recordarán siempre con el mismo amor que intensamente nos supiste transmitir”.
     ¡Era a él! ¡A él sin duda! Sí, Ramón había muerto la noche anterior.

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@Luis Jiménez-Pajarero y Sánchez

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