Diario de La Axarquía

10 de agosto 2000
Eduardo Arboleda

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     En esta lucha contra la sordidez que nos desborda, generada por un mundo atontado y embrutecido por lo mediático, Luis Jiménez-Pajarero (Barcelona 1935) ha ido alo largo de su vida, conquistando parcelas de independencia, que afianza en sus gestos plásticos.

     El mirarse a sí mismo y el hablar de uno no necesariamente son síntomas de egoísmo. Sus cuadros, al menos, no son egoístas, el pintor tampoco lo es. Más bien su exposición callejera se presenta como un acto de confesión pública a través de la que Jiménez-Pajarero muestra sus dudas, sus vacilaciones, sus creencias y, como no, también sus triunfos. Toma colores y los combina con el lenguaje de la propia calle a fin de interpretar a través de ellos lo cotidiano. El color es un componente ineludible de sus obras, que domina en todos sus registros.

     Hombre de convicciones radicales, realiza una obra esencialista, casi mística, que como su vida, se alimenta de renuncias, destilando inmensas superficies de color y luz, cuya materia desbordada no se ajusta a los convencionales límites del cuadro.

     Es un pintor melancólico y sensual, sus cuadros resultan estética y moralmente impactantes. Acentúa Jiménez-Pajarero la belleza y refuerza el latido melancólico, como quien viera el mundo tras morder el fruto prohibido; un recuerdo, sí, y, también, una visión del paraíso en lontananza, la visión más excitante.

     Desde hace años, su obra se ha centrado en una pintura dominada por el juego entre el espacio geométrico y las fluctuaciones del color, entre el orden matemático de sus sentidos y las inquietudes de la percepción. En todo caso, lo que su muestra pictórica en la calle hace evidente es que no se trata en absoluto de ciencia, sino de arte sano.


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@Luis Jiménez-Pajarero y Sánchez